Desde que empezamos a tener algo de conciencia deseamos fervientemente
crecer, ser adultos y tomar las riendas de nuestra vida, creemos que con la
adultez vienen cosas maravillosas, que será increíble cuando alcancemos esa
etapa. Lo más bello es que desde que cruzamos la línea de la mayoría de edad
nos toparemos en todo el camino con personas que siempre nos dirán “qué esperas
para madurar, ya no eres un niño” y ahí vamos por la vida tratando de llegar a
esa consabida y deseada adultez madura.
Sin embargo, aprovechando un poco que hoy estamos en Domingo
de Pascua, quiero recordar las palabras de aquel carpintero de Galilea cuando
un grupo de niños se acercó él y sus discípulos trataron de distanciarlos “dejad
que los niños vengan a mí […] porque el reino de los cielos es de quienes son
como ellos”. No voy a entrar en conjeturas religiosas o discusiones bizantinas.
Para partir diferencias voy a considerar el reino de lo cielos parte desde este
plano de la realidad, sin entrar a hablar de lo que pasa después de la muerte.
Y partiendo de esa premisa, que el reino de los cielos (entiéndase
paraíso) es de quienes son como niños, es importante definir cómo son los niños
y cuál es la diferencia con los adultos. Quizás muchos no compartan las
siguientes líneas de mi disertación, pero así lo veo yo.
En primer lugar, los niños no guardan rencor, aprenden a
perdonar a otros y a ellos mismos con la facilidad de un abrir y cerrar de ojos.
Los niños saben que lo importante es reír, jugar, disfrutar y que el tiempo es
oro y no se debe perder en pleitos y rencores. Saben que ese que hace cinco
minutos me pegó, ahora es mi compañero y vamos a ganar…
Los niños dan sin medida, porque cuando dan, viene del
corazón. Los niños no dan por presión social o por quedar bien con otros,
cuando deciden ayudar lo hacen porque su corazón se los dictó y no están pendientes
de retribución o premio, solo de la mera satisfacción de haberlo hecho. Del
mismo modo, ellos no están pendientes de la opinión de los otros frente a sus
actos, cantan, ríen, juegan, saltan, se ensucian y nunca están pendiente de lo
que otros puedan pensar, decir u opinar frente a lo que ellos están haciendo.
Hacen todo lo que los llena, les genera felicidad y los transforma y eleva a
ser felices.
Para un niño lo material no es realmente importante, eso lo
han aprendido de nosotros, para ellos es tan divertida una caja de cartón que se
puede convertir en una casa o un castillo, como la última Play Statión o el Xbox
de última generación, aunque para ellos es más versátil la caja. Ellos no miden
a las personas por lo que les pueden dar, sino por lo que pueden compartir,
para ellos es más valioso el tiempo dedicado que el dinero otorgado.
Los niños JAMÁS se adaptan a una zona de confort, ellos
necesitan cambiar, aprender, evolucionar, seguir… ellos jamás están conformes
con lo que no los haga sentir bien, eso los entristece, los desalienta y aburre.
Y con base en esto miden todo lo que hacen y deciden en sus vidas, su nivel de
medida para todo es que tanta sonrisa me genera, que tanta felicidad me causa,
que tan bien me hace sentir.
En cambio, los adultos; no sabemos perdonar, siempre estamos
trayendo a colación las heridas del ayer, los dolores del pasado, las penas y
amarguras. Nos quedamos atascados en lo que nos hicieron o lo que nos hicimos
nosotros mismos “porque es parte de mi y no lo puedo dejar atrás”. Por otro lado, rara vez los adultos damos sin
medida, generalmente damos esperando recibir algo en retribución, y no hablo solo
de dinero. Esperamos recibir atención, cariño, prelación. Esperamos que nos
devuelvan lo que damos porque damos para recibir, no por el placer de hacerlo.
Y en cuanto a la opinión, nuestra carta de navegación y
decisiones es, sin lugar a duda, las opiniones de los demás: no saltamos, no
reímos, no cantamos a todo pulmón porque los otros que podrán estar pensando de
nosotros, qué nos van a decir, cómo nos van a mirar. Mantenemos un vínculo constante
de aceptación y dependencia de los demás, no somos por nosotros mismos, sino
por lo que los otros piensan y ven en nosotros. Somos unos adictos absolutos a
los demás y no somos capaces de vivir sin esa droga.
Y para acabar de completar, lo material para los adultos se
convierte en su indicador más importante de éxito, al mejor estilo de la
canción “cuanto tienes, cuanto vales”. La vida se convierte en una lista de chequeo
donde debe estar “la casa, el carro y la beca”, pero poco la felicidad, la
experiencia, el camino, las sonrisas y alegrías. Más aún, es tal nuestro afán de
tener y poseer tanto bienes, como personas, que nos olvidamos de que estamos
aquí para alcanzar “el paraíso” (la felicidad) y nos quedamos pegados en
lugares infelices y amargados, con tal de no perder lo que hemos conseguido,
porque es más importante tener que ser.
Por eso mis amigos, yo creo que crecer es una trampa, es un
camino a la tristeza, a la infelicidad, a la amargura. A un camino lleno de
listas de chequeo de cosas que debo tener y hacer; pero no a vivir sin listas,
sin miedos, sin tristezas… Yo lo creo y te lo digo, crecer es un engaño que
busca que nos olvidemos de lo más importante… ¡Vivir!
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